La casa tapiada

Es un pueblo pequeño, perdido entre el mar y las montañas, donde los turistas no se atreven a subir. Los únicos extranjeros que viven en él, son unos pocos artistas, sobre todo pintores que buscan el silencio, orden y reposo que el pueblo ofrece, además de su extraordinaria belleza. Es una mancha blanca en la ladera de la montaña, una aldea de nombre Altea, venerable, pura y orgullosa de sí misma. De calles estrechas, empinadas y empedradas, casas amplias, desde cuyas ventanas se ve en lontananza el mar, que parece elevarse hacia el cielo. Cuando cae la noche, los azules se entremezclan haciendo imposible distinguir donde acaba el mar y donde el cielo.

En el pueblo casi todos los habitantes son pescadores, aunque también hay alguno que cultiva en pequeños huertos, o quien tiene grandes extensiones de almendros. A pesar de que allí no nieva nunca, en los primeros meses del año, la nieve cubre por completo la ladera de la montaña, con una blancura rosácea que hiere los ojos cuando se la mira.

Una de las cosas más asombrosas de allí además de la tranquilidad, que se rompe, todas las mañanas cuando las mujeres salen de sus casas, con la cesta para ir a la playa a comprar el pescado recién salido del mar, y roto también por rumores de aleteos y trinos, mezclado con alguna campana de la iglesia, que domina la villa como un fuerte castillo con su gran cúpula azulada, como para protegerla de un posible Neptuno que surgiera del mar cautivado por la hermosura de la doncella y decidiera raptarla, llevándosela al fondo del mar cual Atlántida, pero más pequeña; la otra cosa admirable es el absoluto sosiego con que ocurren las cosas, como si todo estuviera ensayado de antemano, nada que se salga de lo corriente, nada que pueda alterar la calmada existencia de los aldeanos.
Sólo una vez que yo recuerde, el aire deshabitado de las callejuelas, se llenó del alborozo y algazara propia de niños pequeños cuando se les regala una bonita muñeca o algún juguete. Esto fue cuando la perra mestiza del señor Miguel dió a luz cuatro cachorros mestizos a los que no pudo cuidar porque murió poco después; la gata parda de la señora María acogió las crias, y las amamantó con la leche que tenía para sus pequeños, que también murieron al poco de nacer.
Esto alteró la vida pausada del pueblo, fue un hecho muy importante, recordado siempre con alegría, aunque también quizás con una cierta vergüenza por los gritos y canciones que se cantaron aquel día, puesto que esto iba en contra de la ley del pueblo, la continua siesta de las voces.
Otra de las cosas excepcionales del lugar son sus estrellas, luceros de noche, en el cielo y diamantes de día en el mar, unos acompañando a la luna, y otros al sol.
Pero a pesar de todo esto el pueblo esconde manchas negras, no se ven a la primera ojeada, pero se las puede observar huidizas por las esquinas y plazas. La mayor de todas ellas, fue la semana tormentosa como aquí es recordada, yo no estaba entonces pero un compañero mío escritor lo vivió y me la narró así.

En la calle contigua a la iglesia, que sale directa a la plaza mayor, hay una casa encalada, modesta, que en nada se diferencia de las demás, si no fuera por quien en ella vive; es la vieja Ignacia, no señora Ignacia sino vieja, muchas veces pregunté el motivo de aquel calificativo, que a pesar de ser cierto, no se le pone a otras ancianas, nadie supo o quiso responderme. Las mujeres, las más viejas sobre todo evitan pasar por allí, y esto ha hecho que se llame a la calle, la de los gatos, pues allí nadie sale a molestarlos con cubos de agua o gritos. La vieja Ignacia no es viuda, ni casada, vive sola, en realidad no del todo sola, eso al menos es lo que dice, vive con fantasmas de un pasado, vive con libros, miles y miles de libros ocupan las habitaciones de la casa, libros en los suelos, en mesas, sillas, estanterías, camas y en cualquier lugar de la casa, ella vive en la imaginación, ella es la única mujer en el mundo que ha muerto y ha nacido más de cien mil veces, ella es los libros, ella es heroína, amante, madre, hija, asesina y las mujeres distintas de cada libro. Ella no vive en la aldea, vive en Oriente, en una isla del Pacífico, en colonias misioneras, en orfanatos, en cualquier lugar menos allí.

Cada tarde la vieja Ignacia sale a dar un corto paseo por la playa, ve la puesta de sol y la salida de la luna. Nadie le habla, a nadie habla, no molesta ni la molestan, a los hombres les hace gracia, a los niños les encanta, las mujeres la odian. Nunca preocupó a nadie hasta que llegó el día en que su mundo irreal se transformó en el real, y el real en el irreal, las personas del pueblo se convirtieron en personajes de las novelas, y en vez de en sueños empezó a hablar en realidad. Confundía pescadores con aguerridos guerreros medievales, a niñas con huérfanas, a embarazadas con doncellas abandonadas, a jóvenes con apuestos amantes, y a mujeres con damas de alta alcurnia.
Su casa era una choza de campesinos, y la iglesia, el castillo del señor que se enamoró de la joven campesina. Cuando esto ocurrió el silencio se cubrió de palabras sin sentido y arcaicas, ya no hablaba ella, hablaban los libros. Las madres advirtieron a sus hijas de que sería peligroso para sus nietos, los niños tendrían miedo y, no se atreverían a salir a jugar. Las mujeres hablaron con sus maridos sobre esto, no se ponían de acuerdo, ellos pensaban que jamás haría daño a nadie. Palabras groseras, ofensivas cruzaron el aire y acusaron a Ignacia que no podía defenderse pues ya no se encontraba allí. Al final acordaron que la dejarían una semana más y si algo ocurría, la llevarían a un hospital o asilo.
Durante esa semana, una tormenta crecía sobre el pueblo, el odio saltaba, mordía arañaba, las viejas criticaban e infundían temor en sus hijas que no se atrevían a preguntar de donde provenía aquel odio tan profundo. Ni las viejas hablaban de ello aunque todas conocían lo que era, el secreto del pueblo, la mancha negra.
Ignacia siguió con sus libros y terminada la semana nada grave había ocurrido, la blancura inmaculada del pueblo seguí intacta. Las mujeres carcomidas de odio y venganza no podían dejar pasar esa oportunidad. El día séptimo al llegar la madrugada se reunieron frente a la casa y decidieron entrar donde jamás hubieran soñado hacerlo, no decían que iban a a hacer pero lo tenían muy claro en la mente. Sus negros vestidos las confundían entre las sombras, un aire frío, helado les revolvía el cabello, como un augurio. Entraron en la casa, los libros por el suelo, abiertos o cerrados por los peldaños, subieron la escalera y pasaron al salón. En otros tiempos había sido un gran salón decorado con elegantes figuras traídas de países lejanos, con un gran balcón adornado con geranios rojos, que daba una bella vista de la doble luna que había esa noche en el cielo mar.

Ella estaba en la mecedora de madera que aún se movía mecida por la brisa, quizás por el impulso de un último balanceo. El libro que se encontró en su regazo era de Shakespeare, Romeo y Julieta, además se encontró una carta pequeña donde sólo estaban escritas dos apalabras con un trazo irregular e infantil, te amo.
Nadie más que las ancianas del pueblo saben si esas palabras que pronunció fueron sacadas de una de sus muchas novelas o si fueron las únicas que salieron realmente del corazón de la vieja Ignacia.
Por más que pregunté a hombres, mujeres y niños, nadie me contestó. El pueblo había olvidado a Ignacia, la casa había sido tapiada, la calle de los gatos, se llenó aún más de gatos, y la casa de Ignacia siguió llena de fantasmas del pasado. La aldea podía dormir en paz, la mancha negra no corría por ella ahora, ni se escondía tras esquinas y plazas, ahora estaba atrapada en una lejana casa tapiada.


27 de febrero de 1991

1 comentario:

identidad Bibliotecaria dijo...

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